UN VINO DULCE
Por fin encontraba una licorería decente en esta
avenida concurrida de Queens. No podía presentarme en casa de
Cristina con un vinillo de cinco dólares, eso lo tuve muy
claro. En ese momento debía concentrarme en el asunto
del vino. Entré en ese establecimiento muy surtido que hay en
la Roosevelt avenue, dispuesto a gastarme en vino lo que vale
una cena en un restaurante cinco tenedores, supuestamente
para quedar como alguien y con muchas posibilidades. El
dependiente se acercó y le pregunté por el mejor vino blanco
dulce.
-“El mejor vino blanco dulce que tenemos en
la tienda es un “terroir”, es decir, un vino podredumbre
noble ¿Lo conoce el señor?”
Como yo que quedo con los ojos como platos, el
hombre siguió con su rollo.
-“Se trata de un vino elaborado de uvas fermentadas
con el hongo Botrytis cinerea, que tan solo se produce en las
zonas húmedas de Centroeuropa, como Austria y
Alemania”.
¿Un vino podrido? Me empecé a poner
nervioso.
-“Oiga. Le dije al de la bodega. -El vino es para
una señorita y no estoy muy seguro de que esto de la
podredumbre sea muy adecuado”.
El dependiente suspiró y con su cara de sabelotodo
me largo otra lección.
- “Su gusto suave y afrutado lo hace apropiado para
el paladar femenino, se lo digo por experiencia” y me guiño
el ojo, el muy puto, que se debe levantar a más de una con el
cuento del vino. Cuando me dijo el precio me convenció de que
realmente se trataba de una buena compra y tras pagar con mi
tarjeta MasterCard que siempre queda más elegante en esos
sitios me fui a casa de la mujer de mis sueños.
En el trayecto no hacia más que pensar en
ella. Cuando me llamó para invitarme a cenar a su casa me
puse tan nervioso que solo pude hacer una pregunta: “¿Qué
quieres que lleve?” Lo dije de forma mecánica temiendo meter
la pata y estropear ese plan que tanto prometía. “Bueno,
-dijo ella, puedes traer un vino blanco y dulce”. Yo seguía
nervioso pero, no sé, esa frase en principio tan normal me
pareció la mar de insinuante. Si hubiera dicho “trae helado
de vainilla” el plan hubiese sido distinto. También podía
haberme pedido una pastel de algo, unas cocas colas, un par
de bolsas de papitas… Me podría haber solicitado muchas
cosas, pero cuando dijo aquello de un “un vino blanco y
dulce” fue como si se me abrieran las puertas del paraíso. Me
imaginé música de Andrea Bocelli en su versión popular, una
cena con Salmón al horno, sabanas de satén, lencería sexy…
bueno, todo eso que sale en la comedia de “Sexo en la
ciudad” y que tanto le ha gustado siempre, según ella.
Una maravilla.
Yo creo que si me hubiera tocado la lotería no me
hubiese puesto tan contento.
Y es que desde que me separé, mi vida no ha
sido muy agradable que digamos.
Siempre he sido una persona muy cortante y aunque
tenía muchas ganas de enrollarme con alguien, la verdad es
que no había manera de conseguirlo. Al final no tuve más
remedio que ir de pago. Ya sé que no era la solución ideal
pero, ¿Qué otra cosa podía hacer en mi situación?
¿Masturbarme? ¿Hacer como si nada, hasta que me saliera por
las orejas?
Me casé con M casi apurado. Éramos demasiados
jóvenes, en aquella época todo nos parecía muy bonito. Por
aquel entonces yo estaba estudiando Administración. Mis
planes era ser empresario y llevar traje y corbata, pero, con
lo del matrimonio no me quedo otra solución que dejar los
estudios y ponerme a trabajar en el Harry S.A.
A M la quería mucho, pero llegó un momento en que
empecé a mirarla como si fuera una extraña y creo que a ella
le paso lo mismo. Desde aquel día M dejo de parecerme una
mujer sexy y tuve un gatillazo tras otro. Fue entonces cuando
me fijaba en otras. Se me iban los ojos detrás de los escotes
como un viejo verde ¡y tan solo tenia 35! Ella se dio cuenta
y al final vimos muy claro que teníamos que divorciarnos. Y
así lo hicimos.
Hacia un año que era un hombre libre y me daba
vergüenza pensar que durante todo ese tiempo no me había
involucrado con ninguna mujer. Por eso cuando conocí a
Cristina, una chica tan joven y tan guapa, vi que había un
cierto “feeling” entre nosotros y decidí
cortejarla.
Cristina era una compañera de un grupo cultural al
que yo asistía. Era una chica muy fina y elegante. Algunos
años menos que yo, tenía un cuerpo precioso, como de modelo,
incluso con abrigo estaba buenísima. Por su culpa iba soñando
todo el día y me costaba mucho concentrarme en el ordenador.
“¿Qué te pasa, estás enamorado o qué?”, me decían los amigos
del grupo cuando me pillaban mirándola. Pues si, muy posible
que así fuera. Por eso, cuando ella me llamó para invitarme a
cenar en su casa empecé a fantasear.
Primero, con una sesión de sexo salvaje, después,
con una boda preciosa en cualquier lugar de New Jersey y
finalmente con un viaje de luna de miel a Cancún, con más
escenas de sexo. Claro que hubiera sido capaz de renunciar a
mi libertad por una chica como ella. De hecho, no había nada
que hubiera deseado más en ese instante.
Cuando llegué, Cristina me abrió la puerta de
su pequeño apartamento vestida con una picardía de color
champán, pero no estaba sola. Había más chicas y tres hombres
más o menos de mi edad. En la mesa del comedor, varios
vibradores de tamaños diversos, preservativos de colores y
otros artilugios…
Intenté reaccionar de la forma más natural
posible pero no acababa de comprender que es lo que estaba
pasando. Podría ser una de esas reuniones Tupper sex creo que
se llamaban en la que se venden artilugios sexuales. Me hizo
recordar a una casa en Lima a donde fui un par de veces para
aliviarme un poco. Cristina se me acercó y me besó no sin
antes susurrarme en la oreja lo que me iba a costar la broma.
Dejé la botella de “terroir” en la mesa junto a los
consoladores y uno de los presentes la abrió y empezó a
bebérsela a pico. Me fui con Cristina a la
habitación.
Estaba excitado pero también triste. Cuando
ella me besó cerré los ojos e imaginé estar en un hotel cinco
estrellas, en Cancún, degustando un coctel margarita mientras
oía a unos mariachis.
Arturo Ruiz-Sánchez/PEDAZOS DE
TIEMPO
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